Por Mariángeles Guerrero
A 40 kilómetros al sur de la ciudad de Santa Fe, el río Coronda corre a la vera de un pueblo de casas bajas. La agricultura vive. A veces los recuerdos tienen su aroma, y las memorias de la localidad de Desvío Arijón huelen a frutilla. Zona de producción de esa fruta por excelencia; en primavera muchas manos de jornaleros recolectan por unos pocos pesos en campos siempre ajenos. Su presente no tiene el olor dulce de antaño: los suelos heridos por los agrotóxicos germinan frutas apenas rojas, que tienen la dulzura del azúcar que se le agrega en los almacenes.
En ese territorio donde la voracidad del agronegocio terminó con la época de oro de la frutilla sana y de los almacenes llenos de trabajadores en las noches de paga, en 2007 nació Desvío a la Raíz, un colectivo de 40 familias productoras. Su nombre expresa la identidad del pueblo y un proyecto político: volver a las raíces del campo para hacerle frente a un modelo que saquea el monte y su cultura. Dicen que en este país tirás una semilla y algo nace: esta organización campesina lo demuestra con las huertas familiares, libres de veneno, que se extienden al sol en los patios y a un lado de las vías casi olvidadas del ferrocarril Belgrano. Entrevistamos a uno de sus referentes, Jeremías Chauque, acerca del uso de las palabras y de la lucha de los pueblos por recuperar la memoria.
—¿Cómo avanzar hacia una agricultura hecha por y para los pueblos?
—Lo primero es repreguntarnos cuándo fue que la agricultura dejó de ser de los pueblos y por qué hoy es rehén del agronegocio. En nuestro linaje están marcados esos tiempos: rebrotarlos, conocerlos, reconocerlos es la tarea. Desde un surco, desde las familias consumidoras, desde el periodismo y la ciencia digna, desde aquellas políticas que acompañen y fortalezcan estos procesos que, ante todo, nos pertenecen a los pueblos movilizados.
—¿Qué es la agricultura ancestral?
—Cuando decimos “agricultura ancestral” definimos social, cultural y políticamente cuál es el rumbo que elegimos. Es el puente, el idioma, la herramienta que nos permitió reencontrarnos con y en la voz de una abuela que, ante todo, se reconoce en la palabra agricultura y en la palabra ancestral. Necesitamos que ellas y ellos vuelvan a ser protagonistas de los nuevos-antiguos modelos productivos soberanos. Cuando un abuelo campesino abre la boca está labrando la tierra, hasta su silencio enseña y se transforma en grito. El agronegocio los transformó en “malezas” a eliminar; nosotres, en “buenezas” a germinar. El agronegocio comprende muy bien de qué estamos hablando: sabe la función social que implica que todavía sobrevivan montes antiguos, suelos fértiles, familias campesinas en el campo, comunidades originarias en sus territorios, ríos sin clorpirifos, atrazina, ni endosulfán, humedales, semillas criollas. Las “Buenas Prácticas Agrícolas” confunden; las palabras son conceptos que cumplen un rol social. Por eso recuperar su verdadera identidad es la tarea. Es vital recuperar la palabra agricultura en este contexto, para no ir atrás del agronegocio, inventando nombres para hablar de lo antiguo.
—¿Qué la diferencia y la asemeja con la agroecología?
—Muchas veces lo que funciona en la ciudad puede llegar a ser un problema en el campo y viceversa. Por eso debemos respetar procesos, identidades e idiosincrasias, conocer para reconocer. Estamos gestando el futuro para las nuevas generaciones y no simplemente un cambio de insumos agropecuarios por otros. No se trata de dejar de ser un terrateniente convencional para ser un terrateniente agroecológico. ¿Qué va a pasar cuando los cinco pesos que le dan a un compañero o compañera por kilo de frutilla que junta sean cinco pesos agroecológicos? ¿Por qué la mayoría sabe quiénes son y reconocen como padres de la agroecología a Jean Marc von der Weid , Basil Bensin o Bill Mollison, pero nunca escucharon la palabra sabia milenaria de Rosalía Ñancupe, Herminia Coliweke, Nicolasa y Berta Quintremán, Francisca Linconao, Dora Manchado o Lola Kiepja? ¿Será que también tenemos el desafío de trascender el ecopatriarcado agroecológico y despojarlo de lo que justamente debemos descolonizar y descolonizarnos? Si nos metemos en el monte profundo, en las comunidades cordilleranas, en la cuña boscosa, en la puna y las quebradas es muy difícil encontrar a alguna abuela que sepa qué es la agroecología, que se encuentre en ella y menos que pueda ser protagonista, aún cuando la agroecología diga tener su base en los saberes campesinos indígenas. Entonces surge la pregunta: ¿cuáles son los riesgos y desde dónde nos estamos proponiendo hacerle frente al agronegocio saqueador? El monte nos enseña que la diversidad es la fortaleza: de lo mínimo a la máximo, tejiendo lo que tenemos en común y trascendiendo lo que resta. Respetamos y apoyamos a les compañeres que eligieron el camino de la agroecología. Intentamos aportar al debate porque tenemos un objetivo y enemigo en común. La nuestra es la semilla que mejor se adapta a nuestro suelo, clima, la que conocen y reconocen las y los abuelos y con la que mejores cosechas garantizamos.
—¿Qué pasa cuando el agronegocio se apropia del concepto de agroecología?
—La situación es muy grave. Estamos siendo testigos de lo que sucedió, por ejemplo, con el movimiento de agricultura orgánica, que pasó de ser un avance de los pueblos a un nuevo insumo del agronegocio. Hoy agricultura orgánica, en su gran mayoría, es sinónimo de negocio de las certificadoras. Es elitista, con mercados y regulaciones inaccesibles para las familias campesinas, con agrotóxicos regulados para el uso en sus esquemas productivos, alimentos para exportación y salud exclusiva para quien lo pueda pagar. Paradójicamente Argentina es uno de los países que más exportación de producción orgánica tiene. Mientras tanto, los barrios populares se siguen “alimentando” con las sobras ultraprocesadas del mercado. Lo que pareciera ser un avance se derrumba en una maraña de números y ecoespeculaciones. Hoy Aapresid, Basf, Syngenta, Bayer, Grobocopatel, la Sociedad Rural y las universidades cómplices y financiadas por el agronegocio ya dan cursos de agroecología y ofrecen sus ecoagrotóxicos biológicos. La matriz del saqueo sigue intacta y, en muchos casos, fortalecida. El agronegocio va acomodando su nueva ecogóndola: la agroecologia industrial. Esto no es de ahora: nos llevan décadas de ventaja. Mientras denunciamos el Roundup, el agronegocio ya tiene otras fórmulas mucho mas peligrosas en el mercado. Lo más delicado y profundo es que nuevamente están cooptando otro avance legítimo que nos pertenece a los pueblos fumigados movilizados, a los saberes campesinos industrializados que son rehenes de los laboratorios. Este nuevo ecoagronegocio lo estamos instalando, en la mayoría de las veces, desde los pueblos fumigados, muchos espacios ecologistas y ambientalistas, creyendo que la agroecología es la solución. Podría llegar a serlo si nos proponemos un avance realmente colectivo, desde la raíz, definiendo cómo, desde dónde, para quién, cuál es la agroecología que proponemos para fundar modelos productivos soberanos.
—¿Cuál es el papel de los saberes campesinos?
—Interpelar y denunciar al agronegocio generó que hoy un sector de las nuevas generaciones de ingenieras e ingenieros agrónomos estén transitando el desafío de sacarse el chip que les puso el agronegocio dentro de las universidades. No quieren ser vendedores de agrotóxicos, no quieren ser quienes lleven la enfermedad al campo. Hay una mirada crítica, autocrítica y responsable. Están comprendiendo que la vida es una conjunción de micropartes, universos todavía desconocidos en el suelo, en la sociedad, en el monte y que es fundamental respetar ese equilibrio que garantiza no solamente el éxito productivo, sino soberanía para nuestros pueblos. Es en ese preciso momento donde hay más respuestas yendo para atrás: escuchando a los y las sabias del monte o a una machi Mapuche, estudiando cómo un monte autoproduce su fertilidad porque en las universidades no hay cátedras que enseñen la relación de los ciclos de la luna con la vida. Memoria, cultura, Kimun, Rakizuam, Itrofill Mongen, Wiñoy Tripantu, Ngen guardianes de la vida. Muchas personas realizan estos aprendizajes a través de YouTube porque en sus ciudades y pueblos ya eliminaron el verdadero campo y sus protagonistas. Hoy el Instituto Nacional Tecnológico Argentino (INTA) promueve como novedad cursos del biofertizante Supermagro, una tecnología campesina nacida en Brasil en los años 80, cosa que está muy bien, pero también nos genera preguntas: ¿dónde están puestos el financiamiento y los intereses del Estado? ¿Cuáles son las prioridades de la ciencia, de los laboratorios, de las universidades? Por estos lados tenemos una propuesta que son los Laboratorios Campesinos. Nuestros pizarrones son las huertas. Descentralizamos el saber, muchas veces preso de la especulación, doctorados y simposios que pocas veces llegan a las familias campesinas, porque son muy pocas los que pueden acceder a una universidad o a sus altos costos. Son los lugares donde hacemos de la química, la biología y la física campesina la posibilidad de fortalecer los saberes ancestrales porque muchas veces tenemos que plantear una producción en suelos saqueados por el monocultivo, la maquinaria pesada y los agrotóxicos. Recibimos nuestros diplomas cuando los suelos nos abrazan con su fertilidad y cosecha con sabor a soberanía.
—¿Cuál debe ser el rol del Estado? ¿Debe tener un rol?
—La lucha debemos darla dentro de los ministerios y afuera. Acompañar a les compañeres que dan la pelea dentro del Estado y articular y fortalecer aquellas políticas que nos representen; y denunciar y combatir las otras, porque el lugar que no ocupemos lo ocupa el enemigo. El agronegocio es demasiado poderoso para andar entregando frentes. El Estado somos nosotres y por ende somos nosotres quienes debemos dejar en claro cuál es rol que debe cumplir en estos procesos soberanos.
—¿Qué nuevas relaciones propone este modelo entre el campo y la ciudad?
—Es el desafío que tenemos por delante. La pandemia puso en debate lo vital, las fortalezas y debilidades y también las urgencias. Este modelo colapsó ambiental, social y productivamente. Ahí es donde también surge una posibilidad de avance para reconstruir nuevos-antiguos modelos productivos, en los cuales volver a ser protagonistas en las decisiones. Desde el campo a la ciudad, tejiendo puentes, asumiendo compromisos, garantizando derechos; haciendo de la cultura, la memoria, la salud, el ambiente, el trabajo digno, la ciencia digna y las políticas populares sinónimos de progreso y soberanía y la base para labrar y cosechar nuestro propio destino.
Artículo cortesía de Agroecología | Agencia de noticias Tierra Viva]]>