Por Pablo Varela (*)
Entre cientos de memes y videos humorísticos, algún chiste malicioso comentaba que la irrupción mediática de los carpinchos en Nordelta hizo más por los humedales que incendios devastadores, bajantes históricas y décadas de lucha socioambiental en los territorios. Con cinismo, quizás intencionado, y ciertamente ofensivo para quienes venimos ejerciendo esa lucha, el chiste plantea, no obstante, una pregunta legítima: ¿representa la «encarpinchada» una simple banalización del gravísimo problema de la destrucción de humedales o es emergente de una creciente preocupación social por la cuestión ecológica?
Seguramente la realidad es más compleja. El roedor más grande del mundo, bautizado por los pueblos tupi-guaraníes «capibara» (el «comedor de hierba»), despierta indudablemente una empatía basada en la identificación, en la cercanía. Es manso, social, lo que lo emparenta con los animales domésticos. Tal vez por eso, en el debate generado puertas adentro de las murallas de Nordelta, la grieta se conformó entre «erradicadores» y «pro-convivencia», representados por sendas subcomisiones formalmente constituidas. Probablemente, distinta habría sido la cosa de haberse dado la invasión por parte de otros habitantes desplazados de su hogar original en el Delta del Paraná como el centenar de especies de reptiles que allí habitaban, menos dotados de simpatía.
Como sea, el debate saltó las vallas electrificadas para instalarse en gran parte de la sociedad generando opiniones a uno y otro lado de la grieta carpincha. Desde la academia especializada en el estudio del gran roedor, ubicándose del lado más empático de la grieta, plantearon la necesidad de «prever la existencia de reservas de fauna al planificar estos emprendimientos». Semejante contrasentido nos lleva, por simple oposición, al verdadero mensaje de la anecdótica gesta capibara: no hay forma de conservar la biodiversidad sin conservar los ecosistemas naturales.
Tanto el carpincho como las miles de especies de animales, plantas y demás organismos que habitan los humedales del Delta del Paraná dependen para su supervivencia de una delicada trama de relaciones complejas y dinámicas, que pueden resumirse en el término «integridad» del ecosistema. En el caso de los humedales, esa integridad depende de los pulsos de inundaciones que regularmente cubren el terreno, activando los ciclos de nutrientes que mueven y sostienen su extraordinaria productividad biológica. El carpincho pastando apaciblemente en los jardines de Nordelta o incluso en una laguna devenida reserva, pero arrancado de sus relaciones, alienado de su territorio verdadero, pasa a ser «naturaleza fabricada», al igual que el nuevo entorno que lo contiene, edificado sobre la destrucción de los ecosistemas naturales.
Más allá de los carpinchos, la Ley de Humedales
Los humedales son proveedores de servicios ecosistémicos irreemplazables, entre ellos la provisión y purificación del agua, el elemento esencial para toda forma de vida. Ya sea de forma directa o indirecta, proporcionan prácticamente toda el agua dulce que se consume en el mundo. Más de mil millones de personas dependen de los humedales para su sustento. Contribuyen a regular el clima y las inundaciones. Hasta un 40 por ciento de las especies del mundo viven y se reproducen en ellos. Ninguno de estos servicios puede ser sustituido, ni siquiera imperfectamente, por la naturaleza fabricada por el capital, tal como engañosamente sostiene la Economía ambiental y sus derivaciones como la Economía verde. Esta fantasía se recrea en el imaginario de quienes compran, en los barrios náuticos, la promesa de vivir en contacto con la naturaleza.
En Argentina, los humedales cubrían, en 2008, unos 600 mil kilómetros cuadrados, lo que representa un 22 por ciento de la superficie total del país. Si bien no existen estimaciones confiables sobre la tasa de pérdida de superficie de humedales, hay clara evidencia sobre su acelerada destrucción a nivel local a lo largo de los diversos territorios de nuestro país. Para detener esa degradación y destrucción es que, hace una década, se viene planteando desde organizaciones socioambientales, sectores académicos y la ciudadanía en general, la necesidad de contar con una «Ley de presupuestos mínimos para la conservación y uso sostenible de Humedales». Para entender esta necesidad conviene hacer un breve sobrevuelo por la situación los territorios.
¿Qué intereses amenazan la protección de los humedales?
Quizás menos conocidos que el mediático escenario recuperado por la rebelión carpinchera, los salares y vegas altoandinas —humedales ubicados en la Cordillera— tienen un rol fundamental en la provisión de agua para las actividades productivas de las comunidades que allí habitan. Hoy se encuentran seriamente afectados o amenazados por más de 300 proyectos mineros de extracción de litio en diversas etapas de avance. Mientras que los bañados, esteros y humedales fluviales en extensos territorios del noreste y centro húmedo del país, se hallan bajo la intensa presión del agronegocio, siempre ávido de derribar las vallas de la frontera agropecuaria.
En las últimas décadas, esta expansión ha sido la principal causa de la pérdida de estos humedales continentales por su modificación o drenaje. Por caso, la iniciativa del gobierno para alcanzar los 200 millones de toneladas anuales de producción de cereales y oleaginosas para 2030 requeriría —de acuerdo a la prudente práctica de proyectar las tendencias empíricas en lugar de fantasear sobre los milagros de nuevas tecnologías— la incorporación de unos 70 mil kilómetros cuadrados (siete millones de hectáreas) de tierras para cultivo, superficie similar a la provincia de Entre Ríos. Estos territorios se incorporarán a expensas de la destrucción de los ecosistemas naturales, principalmente bosques nativos y humedales.
El desplazamiento de la ganadería intensiva hacia zonas antes consideradas marginales como las islas del Delta del Paraná, constituye otro importante factor de presión sobre los ecosistemas de humedales. La posible responsabilidad de este sector económico en la devastadora ola de incendios, que durante 2020 y hasta agosto de 2021 ya redujo a cenizas por lo menos 800 mil hectáreas de humedales en dicha región, está siendo investigada en diversas causas judiciales. En una elocuente muestra de las conexiones sistémicas de la naturaleza, contemplamos cómo la deforestación y la alteración del régimen hidrológico por parte de las represas en la cuenca alta del Paraná, así como la destrucción de los extensos humedales del Pantanal brasileño por la presión del agronegocio, extreman una bajante histórica que aviva las llamas del desastre a dos mil kilómetros de distancia.
Nordelta es una urbanización representativa de una tipología que desde los años noventa se ha expandido por toda la cuenca inferior del Río Luján y luego exportado a otras regiones: la de las urbanizaciones cerradas polderizadas (UCPs) o coloquialmente «Barrios Náuticos». De las aproximadamente 20 mil hectáreas de la cuenca baja del Paraná —distribuidas en los partidos de Pilar, Exaltación de la Cruz, Campana, Escobar y Tigre— , prácticamente la mitad, unas 10 mil hectáreas, han sido destruidas o están en camino de serlo por estas urbanizaciones. Casi la totalidad de ellas corresponde a cuatro empresas autodenominadas «desarrolladoras»: Consultatio, Eidico, JPU y E2.
Estas empresas están integradas u operan en concurso con firmas con capacidad técnica para realizar los extensivos movimientos de suelos, canalizaciones, terraplenados y excavaciones necesarias para convertir en dinero la invalorable oportunidad que brindan los Estados municipales y provinciales, al convertir la tierra rural, previamente adquirida a precio de remate, en tierra urbana. Esta simple decisión del Estado les permite a estos mercaderes de suelos apropiarse de una valorización descomunal sin mediar absolutamente ninguna otra inversión que la de recorrer los despachos del poder.
En el movimiento complementario, la destrucción irreversible de los humedales representa una enorme pérdida para toda la sociedad. En un clásico trabajo, el prestigioso economista Robert Costanza estimó el valor económico de los servicios ecosistémicos brindados por los humedales fluviales en 20 mil dólares por hectárea por año. Esto significa que las empresas «desarrolladoras» en la cuenca baja del Paraná generan cada año una deuda con la sociedad de 200 millones de dólares por la destrucción de estos servicios.
Este breve recuento de los intereses económicos cuyos proyectos resultan incompatibles con el uso conservativo de los humedales, nos exime de abundar en mayores explicaciones sobre las razones por las cuales, habiendo batido los récords parlamentarios en cantidad de proyectos presentados y exhibido un potente consenso social, el destino de la Ley de Humedales, por tercera vez, parece ser nuevamente el cajón.
Los simpáticos roedores, devenidos héroes simbólicos de la reconquista de los bienes comunes, son hoy noticia para muchos. En unos días el carpincho retornará a su anonimato y será hora de que la construcción cotidiana de la conciencia socioambiental, como el viejo topo que horada pacientemente el terreno, continúe su gesta, para volver a aparecer bajo otra forma cuando la realidad lo vuelva a demandar. Cada vez más necesario, cada vez más urgente.
(*)Biólogo, miembro de Organización de Ambientalistas Autoconvocados, Miembro de Asauee (Asociación Argentino Uruguaya de Economía Ecológica).
Artículo cortesía de Extractivismos | Agencia de noticias Tierra Viva
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