En Argentina hay experiencias agroecológicas de más de 25 años, como la granja Naturaleza Viva en Guadalupe Norte, Santa Fe, o el establecimiento “La Aurora” en el partido de Benito Juárez, al sudoeste de Buenos Aires. Además de estos proyectos, algunas ONGs desde los ochenta comenzaron a fomentar entre agricultores de pequeña y mediana escala prácticas productivas que valoraran los conocimientos locales y cuidaran el entorno natural. Con el tiempo esas organizaciones se encontraron con otras y crearon redes como el Consorcio Latinoamericano de Agroecología y Desarrollo, el Movimiento Agroecológico Latinoamericano o la Red de Agricultura Orgánica de Misiones.
En esas redes se formaron referentes sociales, académicos e institucionales que expandieron el alcance de la agroecología en el país. Como en Quimilí, Santiago del Estero, donde el MOCASE-Vía Campesina sostiene una Escuela de Agroecología desde 2007. O la Licenciatura en Agroecología que se abrió en 2014 en la sede de El Bolsón de la Universidad Nacional de Río Negro. O la creación de la Sociedad Argentina de Agroecología en 2018. Entre muchas otras iniciativas a través de las que se propagan las raíces de este enfoque por todo el territorio nacional.
Hoy la agroecología se ha convertido en una alternativa agronómica, ecológica y sociopolítica para la producción agropecuaria. Su historia se nutre de la trayectoria de movimientos sociales rurales que a lo largo y ancho del mundo luchan por la soberanía alimentaria. Lo sabe bien Leonardo, que desde hace cinco años combina cultivos y prepara abonos sin químicos en su huerta agroecológica del cinturón hortícola de La Plata, a 69 km del local de Isabel. Él es uno de los miles de pequeños productores familiares que, se estima, cultivan en el país más de la mitad de las hortalizas y crían más de la mitad de los pollos y los cerdos, casi la totalidad de los caprinos, más del 20 % de las vacas, y que son responsables de un 30 % de la leche que consumimos (según datos de FAO, de 2014). Desde que dejó los químicos con acompañamiento de su organización y del programa ProHuerta, dice que se siente libre y que duerme más tranquilo. Lo que aprendió en el último tiempo le recuerda lo que hacían sus padres en el campo antes de migrar desde Bolivia, sólo que ahora su producción está mejor diseñada y sus abonos son más completos.
— Los rabanitos crecen en tres días entre las líneas de espinaca, que plantamos debajo de tomates, morrones o berenjenas. Así aprovechamos mejor el espacio —dice mientras vigila su terreno de una hectárea, lleno de microorganismos que de manera natural le dan vida y fertilidad al suelo.
Generar equilibrios al interior de los sistemas agropecuarios es uno de los puntos de partida de Leonardo y de la agroecología. Así como ninguna especie animal o vegetal crece en soledad, en estos espacios se crean combinaciones para permitir un mejor desarrollo de los cultivos en ambientes más estables y eliminar el uso de insumos de la industria petroquímica (pesticidas, herbicidas, fertilizantes químicos), contaminantes y dolarizados. Gracias a los intercambios con técnicos y técnicas de su organización, Leonardo aprendió a hacer biopreparados baratos y naturales que suplen a los insumos químicos cuando se necesita.
En los últimos años la palabra agroecología llegó a las altas esferas de la gobernanza global. La FAO empezó a repetir lo que los movimientos sociales, científicos y científicas plantean desde 1980: que la agroecología puede alimentarnos mejor, generar trabajo, cuidar nuestra salud y proteger la del entorno. También ayuda a mitigar el cambio climático y conservar la biodiversidad, dos cuestiones que ocupan los debates de la agenda internacional.
Muchos campesinos y campesinas cultivan de este modo desde antes de que la agroecología tuviera ese nombre. Por ejemplo, los trabajadores rurales y campesinos del norte argentino tradicionalmente han producido sus propios alimentos sin usar insumos industriales. Como Marta, productora chaqueña, hija de un paraguayo y una santafesina que trabajaron toda la vida en el corte de caña de azúcar y en su chacra.
Detrás de una mesa con verduras, huevos, frutas, queso y yuyitos de la feria franca de un pueblo del Chaco Húmedo, Marta atiende con prisa a los últimos clientes una mañana de calor de septiembre. Tiene que regresar pronto a su hogar porque a la tarde va a estar ocupada sembrando sandía y zapallo. Entre comprador y comprador, charla con Eva, una compañera feriante, que le pregunta por las condiciones del tiempo. Pero no por la lluvia, sino por las fases de la luna.
— Ayer estuvo llena.
—¡Entonces, está ideal!
—¿Por qué?
— Porque con la luna no hay bichos.
La gran mayoría de las y los agricultores familiares de pequeña escala viven en la pobreza, no tienen acceso a crédito ni a vivienda, ni son dueños de la tierra que trabajan. Además, quienes abastecen a los mercados concentradores están sometidos a formas de intermediación comercial que determinan los tiempos de cosecha y disminuyen el margen de ganancia del productor directo. Estas condiciones y la falta de asesoramiento obligan a muchas familias a producir de formas insostenibles, sin respetar los tiempos naturales y con tóxicos que resultan dañinos para ellas, el ambiente, las poblaciones vecinas y los consumidores. Solo así consiguen pagar el alquiler a fin de mes.
Es por estas situaciones que la lucha por la soberanía alimentaria y la agroecología de organizaciones transnacionales como La Vía Campesina y otras de alcance nacional van de la mano de la lucha por la tierra. La transición a una agricultura sustentable empieza por el acceso a la tierra y condiciones de vivienda digna: agua potable, luz, conexión a internet, acceso a la salud, educación, espacios de sociabilidad, asesoramiento técnico. Reconocer las tareas esenciales que realizan las y los agricultores es el primer paso.
Agroecología en Argentina: Ninguna semilla crece sola 2020
Disponible en www.revistaanfibia.com/
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